Artículo publicado originalmente en El Confidencial el 24 de mayo de 2016.

Cambio de tercio: si la piratería ha protagonizado durante los últimos años el debate acerca de los porqués de la crisis de la industria editorial, de un tiempo a esta parte el cambio de hábitos de los lectores se ha convertido en el nuevo foco de discusión en cualquier congreso, reunión o encuentro de editores y demás profesionales del mundo del libro. Hemos dejado de hablar sobre piratería -y de analizar sus causas y sus consecuencias- para preguntarnos si leemos más, menos o, simplemente, de una forma distinta.

Tal y como ocurría también con el debate acerca de la piratería, en la discusión acerca del cambio de hábitos de los lectores prima la opinión sobre el dato. Hay pocos datos y los pocos que hay son fácilmente manipulables, según la interpretación que uno quiera o le interese dar. Lo prudente, en consecuencia, es mantener en este nuevo debate el escepticismo que merecían los extremos en la discusión sobre la piratería: no había que creerse a pies juntillas ni a quienes defendían que la piratería no existía ni a quienes defendían que era la causante de todos los males del sector editorial.

¿Google nos hace estúpidos?

El debate acerca del cambio de hábitos de los lectores lo inició el ensayista estadounidense Nicholas Carr en julio de 2008 en su artículo ‘Is Google making us stupid?‘, en el que escribía: “Desde hace unos años, noto que mi mente no funciona como antes. Ha cambiado. Y lo noto sobre todo cuando leo: antes podía sumergirme durante horas en las páginas de un libro. Ahora ya no. Mi concentración empieza a flaquear tras dos o tres páginas de lectura, dejo de seguir el argumento y empiezo a pensar en hacer otras cosas. La lectura en profundidad que antes era algo normal, ahora se ha convertido enuna lucha”.

Carr hacía referencia a un fenómeno al que cada día se enfrentan más lectores. Lectores que utilizan cada vez en mayor medida medios ‘online’, ya sean periódicos digitales, blogs o redes sociales, como principal fuente de información. Lectores a quienes, una vez se han acostumbrado a recibir información del mismo modo en que la web la distribuye, es decir, en un continuo caudal de pequeñas partículas, les supone un esfuerzo enfrentarse a grandes cantidades de texto, como pueden encontrarse en libros, ‘papers’ académicos o artículos de revista extensos, los cuales requieren de un alto grado de concentración para su completa comprensión.

A los lectores de hoy les supone un esfuerzo enfrentarse a grandes cantidades de texto que requieren de un alto grado de concentración

Ello plantea una cuestión de suma importancia: ¿modificamos nuestros patrones de lectura según el medio al que nos enfrentamos? Y parece que, en efecto, así es. Dado que nuestro cerebro es pura neuroplasticidad, es decir, que está diseñado para adaptarse rápidamente a los cambios a los que nos enfrentamos, se adapta también al modo en que leemos y, en consecuencia, si leemos mayoritariamente ‘online’, acabamos creando una serie de conexiones neuronales aptas para la lectura en un universo web.

La lectura no es una actividad que llevemos incorporada en nuestros genes, como puede ser el habla o la comprensión oral. Tenemos que enseñar a nuestra mente a decodificar los caracteres simbólicos que utilizamos para la escritura. Es por ello que, por ejemplo, las culturas que utilizan ideogramas, como la china, desarrollan circuitos mentales distintos a aquellas que, como la nuestra, utilizan un alfabeto. Del mismo modo, los circuitos que se crean tras el uso repetido de la web como fuente de información son distintos a los que se crean cuando leemos libros, ya sean en papel o en dispositivos electrónicos de lectura, con grandes cantidades de texto.

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Los decodificadores de información

Según Maryanne Wolf, neurocientífica cognitiva de la Universidad de Tufts, autora de ‘Proust and the Squid: The Story and Science of the Reading Brain‘ y quien en mayor medida ha estudiado los nuevos hábitos de lectura, la lectura ‘online’ nos convierte en “meros decodificadores de información”. En su opinión, la lectura tradicional permite una mayor reflexión y profundidad, lo cual nos exige una mayor concentración y tiene como resultado una mayor riqueza de las conexiones neuronales que se crean.

En contraposición, la lectura ‘online’ prima la rapidez, la inmediatez y la eficiencia, lo cual se traduce en conexiones neuronales más superficiales. A su juicio, la propia plasticidad de los circuitos neuronales que nos permiten comprender un texto es nuestro mayor talón de Aquiles: estos cambian y se adaptan al medio en el que leemos con tanta rapidez que se puede poner en peligro la capacidad para interiorizar información y sacarle el máximo partido. En su opinión, los circuitos neuronales se afinan leyendo libros y pensando sobre su contenido, y esto es algo que podría perderse a medida que los usuarios se nutren cada vez más de contenidos digitales. “Lleva tiempo pensar en profundidad sobre una información y estamos acostumbrándonos a pasar en seguida a la siguiente distracción. Me preocupa que los circuitos que nos permiten la habilidad de la lectura se atrofien en los adultos y no se formen del todo en los jóvenes”.

Los circuitos neuronales se afinan leyendo libros y pensando sobre su contenido, algo que podría perderse con los contenidos digitales

Es decir, dejamos de utilizar todas nuestras capacidades intelectuales, forjadas a lo largo de años de lectura tradicional, para ir a la búsqueda de contenidos cortos, sencillos y que podamos entender y compartir a la primera, echándole apenas un vistazo. Y ello acarrea un peligro: ganamos en rapidez, pero perdemos en profundidad. O, como tan bien ha expresado el editor y autor Edward Tenner, corremos el riesgo de que una tecnología brillante como es internet ponga en peligro la propia capacidad intelectual que ha sido capaz de crearla. Ello no significa, no obstante, que no debamos valorar la amplitud de contenidos y la facilidad de consulta que internet aporta a nuestra sociedad, sino que debemos ser conscientes de sus ventajas e inconvenientes.

La propia Wolf afirma que su cerebro se está adaptando al cambio y que ello le dificulta la lectura tradicional: “Tras días de lectura en la web y de contestar cientos de ‘emails’, un día me senté a leer un texto de Herman Hesse y no pude. Pasar de la primera página se convirtió en una tortura. Me encontré a mí misma saltando de frase en frase sin terminar ninguna y buscando palabras clave para leer a la máxima velocidad posible. Tuve que obligarme a ir más despacio y a leer con mayor concentración, tal y como siempre había hecho”.

Lectura y dopamina

La lectura tradicional es lineal: pasamos de una página a otra y, aunque el libro pueda incluir gráficos, tablas o ilustraciones, las distracciones son pocas. Además, mantenemos un diálogo constante con el autor, lo cual potencia nuestra concentración. En cambio, la lectura en internet es completamente distinta: saltamos de página en página, y de camino no solo leemos sino que somos invitados a utilizar otros formatos, tales como audios o vídeos, o bien a dirigirnos hacia otros contenidos no necesariamente vinculados con la materia originalmente consultada. Buscamos gratificación instantánea, que además se potencia con la liberación de dopamina cada vez que damos con un contenido que nos gusta y que, además, podemos compartir en redes sociales. Y es dicha liberación de dopamina la que hace que, a menudo y cada vez en mayor media,prefiramos interactuar en redes sociales a leer un libro, que nos exige mayor concentración y del que obtenemos menor gratificación instantánea.

Es la liberación de dopamina la que hace que, a menudo, prefiramos interactuar en redes sociales a leer un libro, que nos exige mayor concentración

La dopamina es un neurotransmisor que juega un papel vital en nuestros comportamientos relacionados con el placer, la motivación y el aprendizaje. El sexo, la comida o aprender algo nuevo liberan dopamina y, con ello, obtenemos una sensación de bienestar. Según la doctora Susan Weinschenk, el secreto de la adicción a las redes sociales y a los sistemas de mensajería instantánea cabe encontrarlo en el deseo degratificación instantánea que genera la dopamina y que tan bien alimentan Twitter, Facebook o WhatsApp: con cada tuit, notificación o mensaje, recibimos un chute de dopamina, lo cual ciertamente no ocurre mientras estamos leyendo un libro. Y es por esa razón por la que, a menudo y en especial entre ‘heavy users’ de redes sociales y demás contenido ‘online’, la lectura tradicional se torna aburrida y poco gratificante, lo cual empuja al lector a aparcar el libro cada pocas páginas y a buscar ‘alegría’ en Twitter, Facebook o similares. O, en el peor de los casos, a aparcar el libro definitivamente, pues a uno “se le cae de las manos”.

¿Falta de confianza o elitismo?

Esteban Hernández se acercó, hace pocas semanas y en estas mismas páginas, a este fenómeno. En su opinión, esta “visión pesimista del futuro de la industria y neorrealista del ser humano esconde varios problemas. En primer lugar, porque demuestra escasa confianza en nuestras capacidades, como si la época nos hubiera convertido en personas mucho más limitadas de forma irreversible. En segundo, porque la anima una visión sorprendentemente elitista”.

A mi juicio, e independientemente de los posibles cambios neuronales debido a la lectura continuada en un universo web, lo importante es si el formato libro sigue siendo el preferido por los lectores, dada que es esta la cuestión clave. Es decir, cuando decimos que los lectores ya no van al libro, debemos preguntarnos si se debe al contenido del libro o bien a su formato. Y, en mi opinión, la respuesta es clara: no es el contenido lo que está arrinconando al libro -en concreto, al libro técnico o de género ensayístico-, sino el formato, el cual ya no se adapta a las demandas de todos los lectores. En otras palabras, la necesidad de aprender y de formarse sigue vigente, pero el libro ya no es, como ha sido durante los últimos 500 años, el único vehículo para la transmisión de conocimientos.

La necesidad de aprender y de formarse sigue vigente, pero el libro ya no es, como ha sido durante los últimos 500 años, el único vehículo

Pongamos un ejemplo sobre la propia función del libro como herramienta parala transmisión de conocimientos: imaginemos que estamos en 1995 y recordemos qué hubiéramos hecho en aquel momento si, de pronto, hubiéramos sentido un repentino interés por aprender astronomía. A buen seguro, nos habríamos dirigido a la biblioteca o a la librería más cercanas para averiguar qué libros sobre la materia se habían publicado y, llegado el caso, consultar alguno de ellos. Volvamos a 2016: es poco probable que cualquiera de nosotros con una repentina ansia por la astronomía nos dirijamos, en primera instancia, a una biblioteca o librería. Primero buscamos en Google, donde, además de libros, encontraremos toda una pléyade de contenidos textuales y audiovisuales: artículos, blogs, tutoriales de YouTube o incluso ‘apps’ para enfocar con el móvil al cielo y saber de un vistazo qué constelaciones estamos viendo.

Hay contenidos, pues, que preferimos seguir consultando en formato libro y hay otros que, cada vez en mayor medida, preferimos consultar en otros formatos. De un tiempo a esta parte, y a resultas de ello, el libro ha dejado de ser la herramienta de transmisión de conocimiento por excelencia para pasar a ser apenas una más. Y no siempre la más atractiva. O la que permite un acceso más rápido a la información. Y es por ello, como bien afirmaba Javier Celaya en un artículo sobre innovación editorial publicado en la revista ‘Qué leer’ el pasado mes de febrero, que las editoriales “deben reconfigurarse como empresas de contenidos más allá de los libros”. Es decir, dejar de proponerle al lector el formato libro como única herramienta para acceder a sus contenidos yapostar por otros formatos, tales como los cursos ‘online’, los documentales o bien, y replicando al sector de la música, los encuentros presenciales con los autores, como son las conferencias. Todo ello con el ánimo de que aquellas personas interesadas en los contenidos no deban necesaria y exclusivamente ir al libro. Y, también, para que tanto autor como editor encuentren nuevas fuentes de ingreso para sus contenidos más allá del libro.

En opinión de Celaya, “aunque aún existen muchos editores aferrados a la definición tradicional y romántica de lo que es el libro, algunas editoriales como Grupo Planeta, Pearson, HarperCollins, entre otras, están poniendo en marcha iniciativas innovadoras que abren sus negocios a nuevos campos y contenidos con la mirada puesta en otras industrias culturales, especialmente hacia el mundo de los videojuegos. Ante estas iniciativas, algunos editores señalan que esos nuevos formatos no son un libro, que como mucho son vídeo o ‘apps’. Sin embargo, para más gente cada día son nuevas formas de acceder a historias o a conocimiento en el siglo XXI. Al igual que los editores fueron capaces de atraer la atención de los lectores en la era analógica descubriendo a los autores de esa época, el reto para el sector es crear nuevas formas de contar historias o compartir conocimiento en formatos digitales que atraigan el interés de los lectores en la era digital. Afortunadamente, ya tenemos los primeros buenos ejemplos de esta transformación: casos como PlanetaHipermedia.com o el de RandomHouse Films editando contenidos de televisión”.

Echar mano del móvil para cualquier cosa

Volvamos al artículo de Esteban Hernández. En su opinión, la argumentación basada en un supuesto diagnóstico neurocientífico implica afirmar que “la gente tiene demasiada información, no puede absorberla y ya no es capaz de concentrarse, por lo que debemos ofrecer contenidos muy simples y a poder ser visuales (…) bajo la excusa de que la gente no da más de sí”. En realidad, no se trata solo de los posibles cambios neuronales, sino también de los nuevos hábitos de conducta y, en consecuencia, de lectura. Vivimos en una sociedad en la que hay más teléfonos móviles que personas. Nos hemos acostumbrado a echar mano del móvil para cualquier cosa, desde comprar entradas para el cine o un billete de avión a monitorizar nuestra salud o nuestras finanzas a través de ‘apps’ diseñadas para ello. También queremos, como resulta natural, acceder a la información desde el móvil, sin necesidad de pasar por una biblioteca o por una librería. Queremos portabilidad, es decir, leer, consultar o aprender en cualquier sitio. Y queremos que los contenidos se nos presenten en los mismos formatos en que estamos acostumbrados a consultarlos en la web, en las redes sociales o en nuestro WhatsApp, es decir, en formato textual, pero también en audio y en vídeo.

Queremos que los contenidos se nos presenten en los mismos formatos en que los consultamos en la web, textuales, pero también en audio y en vídeo

Es por ello que el editor que se llevará el gato al agua será aquel capaz de distribuir sus contenidos justo en el tiempo y forma que este nuevo lector requiere. Y recordemos que este nuevo lector utiliza el teléfono móvil mayoritariamente para leer: según datos de Nielsen, la actividad a la que en mayor medida se dedican los usuarios de teléfonos móviles (un 54%) es a la lectura, ya sean contenidos de medios de comunicación, de blogs, de redes sociales o bien de correos electrónicos. El futuro de la lectura pasa pues, invariablemente, por el teléfono móvil. Y ello nada tiene que ver con afirmar que “la gente es muy limitadita”, como argumentaba Hernández, sino con el reconocimiento de que las necesidades de los consumidores han cambiado y, con ellos, los hábitos de lectura.

¿Cómo explicar, si no, que el mercado editorial haya perdido en los últimos años cerca de un 40% de facturación, pasando de los 1.357 millones de euros en 2009 a los 845 millones de euros de 2015 (fuente: Nielsen BookScan)? ¿Cabe achacarlo solo a la crisis económica y a la piratería? Resulta evidente que la crisis económica ha conllevado un menor poder adquisitivo por parte de los consumidores y, a resultas de ello, una ralentización en el consumo, pero también que por las mismas fechas que la crisis económica llegaba a nuestra economía otro fenómeno hacía acto de aparición: el cambio tecnológico y sus correspondientes disrupciones.

Momentos en los que antes leíamos, antes de acostarnos o en el bus de camino al trabajo, ahora aprovechamos para mirar el móvil

Estos dos grandes acontecimientos, crisis económica y cambio tecnológico, ambas cuestiones con ramificaciones y derivadas interrelacionadas, son las causas principales que nos permiten explicar la pérdida de 500 millones de € en facturación. El cambio de hábitos de los lectores es una de esas derivadas: el hecho de disponer en todo momento de un teléfono conectado a Internet es lo que propicia que cada vez en mayor medida dediquemos tiempo que antes dedicábamos a la lectura a la consulta de información en la red: momentos en los que antes leíamos, como por ejemplo antes de acostarnos, en el metro o en el autobús de camino al trabajo, en los viajes o en la consulta esperando a que nos atiendan, son momentos que ahora aprovechamos para consumir contenidos textuales o audiovisuales en el móvil o bien para interactuar en las redes sociales o en las aplicaciones de mensajería instantánea. Quien no haya sacado el móvil en momentos en los que antes leía que levante la mano.

La trampa de Lego

No se trata, en consecuencia, de que el lector actual sea “más limitado”, sino simplemente de que accede a la información y a los contenidos que tradicionalmente ha ofrecido la industria editorial de otro modo. Además, resulta evidente que la noción del esfuerzo sigue siendo socialmente aplaudida: cualquiera que tenga un familiar adolescente aficionado a los videojuegos sabe que el mayor reto consiste en pasar cuantos más ‘niveles’ mejor, lo cual entraña ir sorteando un cada vez mayor número de dificultades. Y pobre de la editorial, o de la empresa, que crea que sus consumidores piden soluciones fáciles, pues caerán en la trampa en la que cayó Lego hace pocos años, tal y como describe Martin Lindstrom en ‘Small Data’, su último libro.

Fueron los propios usuarios de Lego quienes les hicieron saber que en realidad querían juegos cada vez más difíciles, pues conseguían “moneda social”

Tal y como describe Lindstrom, en 2003 la facturación de Lego cayó un 30% con respecto año anterior y, en 2004, se dejó otro 10%.  Los directivos de la empresa pidieron los correspondientes informes a sus consultores, informes que mostraron que los nacidos en la era digital cada vez se distraían con mayor facilidad y que la necesidad generacional de gratificación instantánea era más potente que el tiempo requerido por cualquier bloque de construcción. El equipo directivo decidió que, “considerando cuán impacientes, impulsivos y nerviosos eran los miembros de la generación ‘millennial’, Lego debía empezar a fabricar bloques más grandes para que resultara más fácil montar las construcciones”. No obstante, pronto se dieron cuenta de que esta no era la solución: fueron sus propios usuarios, los niños y adolescentes que montan sus piezas, quienes les hicieron saber que en realidad querían juegos cada vez más difíciles y que requirieran mayor esfuerzo, pues conseguían “moneda social” entre sus amigos demostrando cuanta mayor habilidad mejor. En otras palabras, cuanto más difícil fuera la construcción conseguida, más alto el reconocimiento entre amigos e iguales.

Todo ello, crisis económica y disrupción digital, así como sus efectos secundarios, como la piratería y el cambio en los hábitos de lectura, ha conformado lo que podríamos catalogar de la tormenta perfecta de la industria editorial: una serie de causas que han puesto patas arriba al sector y que nos ayudan a entender el descenso de casi un 40% del mercado editorial en los últimos años.

Para encontrar solución a estos problemas, y ahí coincido con Esteban Hernández, las editoriales deben “empezar a pensar de forma inteligente y pragmática”, dado que, como también afirma Hernández, “si las editoriales quieren tener un papel en este tiempo” deben hacer su trabajo “de una forma mucho más eficaz que la actual”. Y, para ello, el punto de partida pasa invariablemente por el análisis del comportamiento de los consumidores, tratando de adivinar qué nuevos hábitos han adquirido y ofreciendo nueva soluciones a sus nuevas demandas.

Roger Domingo es director editorial de Ediciones Deusto, Gestión 2000, Alienta Editorial, Para Dummies y PlanetaHipermedia, del Grupo Planeta.

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